Inseguridad

         A simple vista, doy la impresión de ser alguien a quien nada le importa. No me interesa lo que piensen los demás, si les caigo bien o qué dicen de mí. Pero la verdad es muy distinta: sí me importa.

He sido el blanco de críticas durante años, señalada y ridiculizada por mi apariencia, porque siempre fui "gorda". Esa palabra, tan común para muchos, marcó mi vida con un peso imposible de ignorar. No la tolero ni siquiera cuando se usa con cariño, porque trae consigo un cúmulo de recuerdos dolorosos que han dejado cicatrices en mi interior.

Desde los ocho años, perder peso se convirtió en una batalla constante, una guerra en la que siempre parecía estar en desventaja. Pasé de nutricionista en nutricionista, no porque yo quisiera, sino porque a nadie le gustaba cómo me veía. En teoría, todo era por mi salud, pero la realidad era más cruel: si no bajaba de peso, sería condenada a ser "fea" por el resto de mi vida. Y esa idea se quedó conmigo hasta el día de hoy.

Nunca aprendí a quererme del todo. Nunca me miré en el espejo y me sentí satisfecha con lo que veía. Durante años, escuché comentarios que erosionaron mi autoestima hasta convertirla en polvo: "A nadie le vas a gustar; a los chicos solo les gustan las flacas", "Las gordas siempre serán las amigas, nunca la novia", "Tienes una cara preciosa; si bajaras de peso podrías conquistar el mundo". Palabras que, dichas con ligereza, dejaron huellas imborrables. Llegué a creer que nunca sería suficiente, que el amor y la aceptación siempre estarían fuera de mi alcance.

Para protegerme, creé un personaje. Me convencí de que no me afectaban esos comentarios, de que podía ignorarlos, de que era fuerte. Pero la verdad es que por dentro me desmoronaba. Y como me sentía tan mal conmigo misma, proyectaba ese dolor en los demás. Me burlaba, juzgaba, criticaba. No porque fuera cruel, sino porque estaba herida. Y una persona herida, a veces, lastima sin querer.

Recuerdo una vez en el colegio, mientras comía un sándwich, un compañero me dijo con sorna: "Buena esa dieta, Diana". Lo ignoré, pero por dentro me sentí humillada. Perdí el apetito de inmediato, las ganas de comer se esfumaron y luché por contener las lágrimas. Para mí, esas palabras significaban: "No tienes derecho a comer porque eres demasiado gorda". Tal vez su intención no era herirme, pero así lo sentí.

He intentado perder peso de todas las maneras posibles, algunas de ellas devastadoramente autodestructivas. Pasé años matándome de hambre, provocándome el vómito, abusando de purgantes y sometiéndome a extenuantes rutinas de ejercicio con la única finalidad de ser delgada. Perdía peso rápidamente, pero la infelicidad me consumía aún más. No importaba cuánto adelgazara, nunca era suficiente. Porque me hicieron creer que ser flaca era sinónimo de ser hermosa, de ser aceptada, de ser digna de amor.

El ciclo fue interminable: bajar de peso de manera insana, recuperarlo, odiarme, volver a intentarlo, fracasar, sentirme miserable. Un círculo vicioso que me hundía cada vez más. Hasta que, por fin, decidí romperlo.

Este último año me dediqué a cuidarme de verdad. Física, mental y emocionalmente. No por los demás, no para encajar, sino por mí. Encontré una buena nutricionista y aprendí a comer de manera saludable, sin castigarme. Descubrí el placer de hacer ejercicio, no como una tortura, sino como una forma de fortalecerme. Y por primera vez en mi vida, comencé a sentirme bien con mi cuerpo. Pero incluso entonces, siempre había alguien que tenía que opinar: "Te ves bien, pero todavía te falta bastante". Y yo pensaba: "Lo sé. Es mi cuerpo, no necesito que me lo recuerdes".

A lo largo de este camino he tropezado muchas veces. Me he levantado, he caído de nuevo, pero sigo intentándolo. Y lo más difícil no ha sido perder peso, sino aprender a callar las voces ajenas que insisten en decirme cómo debo verme. Porque la verdad es que la opinión de los demás no debería importar. Soy yo quien debe sentirse cómoda en su propia piel. Soy yo quien debe mirarse al espejo y amarse sin reservas. Soy yo quien debe decidir qué es lo mejor para mi vida.

Amarse a uno mismo es un proceso largo y complicado, pero no es imposible. Requiere paciencia, fortaleza y, sobre todo, voluntad. Porque al final del día, lo único que realmente importa es cómo nos sentimos con nosotros mismos. Y ese es un camino que solo nosotros podemos recorrer.