El Reflejo del Alma

              La rutina de Alexandra, a simple vista inmutable, hoy se viste de una tragedia silenciosa. Cada mañana, frente al espejo adornado de recuerdos y espejismos, ella realiza un ritual casi mecánico: aplicar meticulosamente cada capa de maquillaje. Sin embargo, en lugar de posarse sobre una piel inmaculada, el pincel recorre ahora cicatrices y moretones, vestigios de una batalla interna que se niega a ser olvidada.

En el reflejo se dibuja una mirada desorientada, un alma en pausa que se debate entre el automatismo y el dolor. Sus gestos, lentos y casi melancólicos, revelan la fatiga de alguien que lucha contra un destino implacable. Es como si sus manos, traicioneras marionetas, obedecieran a una fuerza externa que la obliga a continuar, aun cuando cada fibra de su ser anhele evadirse a universos en los que el dolor es un mero eco del pasado.

Mientras el reloj marca inexorablemente el paso de los minutos, su mente se escapa a un refugio imaginario, un lugar donde el espejo devuelva a la mujer de antaño: aquella cuyos ojos brillaban con esperanza y cuya sonrisa era sincera y luminosa. Pero la realidad, implacable en su proceder, irrumpe suavemente. Dos leves golpecitos retumban tras la puerta, arrastrándola de su ensoñación.

—Cariño, ¿estás lista? Nos aguardan para salir —resuena la voz de Thomas, su esposo, en el umbral de su habitación.

Con una voz monótona, casi arrastrada por el cansancio del alma, Alexandra replica:
—Ya casi estoy, solo dame diez minutos.

Thomas suspira, resignado, y regresa a la sala, dejando a Alexandra sola con sus inquietudes. Frente al espejo, se descubre a sí misma: una figura distinguida y enigmática, realzada por el rojo escarlata de su labial y el brillo sutil de su collar de perlas. Con una mezcla de determinación y pesar, se levanta y se encamina hacia el armario, extrayendo de él su vestido negro.

Una vez envuelta en la prenda, se aproxima al largo espejo que domina su habitación. Mientras desliza lentamente el cierre, contempla la imagen de una mujer que encarna la solemnidad del momento: simple, austera, casi fúnebre. En ese instante, imagina la aprobación silenciosa de su abuela, quien sin duda habría amado la elegancia sobria de aquel atuendo.

Pero cuando vuelve la mirada a su rostro, se enfrenta a la imagen de una desconocida. Sus ojos, ahora vacíos y melancólicos, parecen narrar una historia de sufrimiento inmemorial, mientras el maquillaje se esfuerza por ocultar las huellas de antiguas heridas. Con una exhalación profunda, abandona la intimidad de su habitación y recorre el largo corredor que conduce a las escalinatas de la casa.

Deteniéndose un instante, respira hondo, cierra los ojos y permite que las lágrimas, como perlas de tristeza, resbalen por sus mejillas. En ese momento, cada gota cuenta el relato de un adiós ineludible. Con una última y fuerte exhalación, desciende las escalinatas, donde la espera silenciosa de su familia le recuerda que hoy, el dolor compartido se hace aún más profundo: es el día en que se despide de su padre y de su hermano gemelo.

Así, entre sombras y luces difusas, Alexandra se adentra en un destino inevitable, donde cada paso es un eco de la lucha interna por encontrar, en medio del dolor, la chispa que algún día la devuelva a la mujer que solía ser.