La Sonrisa de Glasgow

               Las escaleras chirriaban bajo mi peso mientras descendía, bolsa tras bolsa, sintiendo el agotamiento aferrarse a mis piernas. Catorce pisos me separaban del sótano, donde las lavadoras aguardaban con su boca abierta como fauces ansiosas. Era un ritual monótono, tedioso, pero ineludible. Aquel día, sin embargo, algo flotaba en el aire, algo que erizaba la piel y perturbaba la monotonía de la noche.

Al llegar, noté con extrañeza que no estaba solo. Cuatro inquilinos ya se encontraban allí, sus rostros medio iluminados por la lóbrega luz del sótano. No reconocía a ninguno. Había un hombre de complexión robusta y mirada severa, tres mujeres, una de ellas mayor, que rozaba los sesenta y tantos, con una expresión que oscilaba entre la amabilidad y un perpetuo recelo.

"Buenas noches", saludé, obteniendo un eco cortés pero vacío en respuesta.

El edificio contaba con ocho lavadoras y secadoras, aunque tres estaban fuera de servicio, víctimas de un abandono silencioso. Al revisar mis bolsillos, mi corazón se hundió: había olvidado mis fichas en mi apartamento. Solté una maldición en un susurro, aunque no lo suficientemente bajo. La mujer mayor, con ojos astutos, me observó y preguntó con voz serena:

"¿Ocurre algo, joven?"

Un tanto avergonzado, le confesé mi descuido. Con un gesto casi maternal, sacó unas fichas de su bolsillo y me las extendió. "Puedes devolvérmelas luego. Vivo en el segundo piso, habitación 237". Su generosidad me desconcertó, pero acepté con una leve sonrisa y un murmullo de agradecimiento.

El sonido llegó de pronto. Primero fue un eco ahogado, como un golpe contenido tras las paredes. Luego se transformó en un golpeteo rítmico, intermitente, acompasado como una macabra sinfonía mecánica. Nos miramos unos a otros, expectantes, hasta que la tensión se hizo insoportable.

Alguien tenía que investigar.

El destino me señaló a mí. Joven e incauto, me ofrecí a revisar. Con paso vacilante, crucé la sala hasta la trastienda donde se guardaban los utensilios y se acumulaban las lavadoras descompuestas. El golpeteo se hizo más nítido. Algo giraba allí dentro.

Cuando mis ojos comprendieron lo que veían, el aire abandonó mis pulmones.

A través del vidrio, en el tambor giratorio de una de las lavadoras supuestamente inservibles, un cuerpo daba vueltas, atrapado en el frío abrazo de la máquina. El agua, mezclada con detergente y sangre, se arremolinaba en espumas rosadas. No podía moverme. No podía gritar. Solo el tambor seguía girando, implacable.

Antonio, el hombre robusto, irrumpió tras de mí y, al ver lo que yo veía, rugió con voz de trueno: "¡Llamen a la policía! ¡No dejen que nadie más entre aquí!"

Me sujetó del hombro, obligándome a apartarme. Caminé como un autómata fuera del cuartillo, la mirada fija en el vacío. Cuando las mujeres vieron mi expresión, comprendieron que algo abominable yacía tras aquella puerta.

La policía llegó en quince minutos. Emergencias siguió tras ellos. Me hicieron preguntas, pero mis labios eran de piedra. Solo Antonio relató lo sucedido. Alguien me entregó un calmante. Y entonces, el estruendo.

El golpe surcó el aire como un látigo, seguido del sonido de agua derramándose. Sin pensarlo, me levanté tambaleante y me acerqué. Cuando la lavadora se abrió, un torrente rojo empapó el suelo. Y allí, entre la espuma rojiza y los jirones de carne desgarrada, yacía el manager del edificio, César. Su rostro era una mueca inhumana. Sus huesos, pulverizados por la brutalidad del tambor.

No podía mirar. No podía respirar. Di media vuelta y vomité en la primera canasta que encontré.

Nos enviaron a nuestras habitaciones. Nadie objetó. Nadie pensó en la ropa olvidada allí abajo. Lo único que importaba era huir de aquel recuerdo.

Pasé cuatro días encerrado, mintiendo en el trabajo sobre una fiebre inexistente. Solo salí para devolverle las fichas a la mujer del segundo piso. Cuando me abrió la puerta, me observó con ojos que lo sabían todo. "¿Cómo estás, querido?", preguntó con una sonrisa lívida. "Bien", mentí. Ella se encogió de hombros, como si la respuesta le resultara irrelevante. Le devolví la sonrisa y regresé a mi cuarto.

Desde mi balcón veía a los agentes forenses ir y venir. Buscaban pistas. Huellas. Un motivo. Bajé a la recepción, ansioso por escuchar algo. Me escondí cerca de las escaleras cuando tres agentes salieron de la escena del crimen, intercambiando información en voz baja.

Lo que oí me heló la sangre.

"Casi todos sus huesos estaban rotos", dijo uno. "Y en la cara... le hicieron la sonrisa de Glasgow".

"Eso no es lo peor", interrumpió otro. "Encontramos algo en su garganta".

"Dios...".

"Era un tubo de metal. Dentro había una nota".

Mi corazón palpitaba con violencia. Cerré los ojos, conteniendo la respiración.

"¿Qué decía la nota?", preguntó alguien.

Silencio.

Y luego, las palabras que nunca podré olvidar:

"Te encontré. Ahora sonríe, porque en un abrir y cerrar de ojos... podrías ser el siguiente".