La Sinfonía del Lobo Degollado

          Lo tenía todo calculado. Sabía su horario de trabajo, conocía sus costumbres. Sabía que salía muy tarde por la noche, cuando las calles se sumían en un silencio espectral. Aquella noche, a las once y treinta y tres, el mundo parecía haberse detenido. No había testigos, ni luces encendidas, ni pasos en la distancia. Era la noche perfecta.

La vio salir por la puerta trasera del restaurante, con su uniforme de siempre: jeans negros y la camisa con el logo del local. Tiró una bolsa de basura en el contenedor y se dirigió a su auto. Él emergió de las sombras, una figura anodina, nada que pudiera alarmarla. Con voz cordial, le pidió un aventón. Dijo que su esposa lo esperaba en casa y que a esas horas no había transporte. Ella miró alrededor, vacilante. No había nadie. Su natural amabilidad la empujó a sonreírle y aceptar. Esa sonrisa… esa maldita sonrisa que lo había obsesionado por meses.

Una vez en el auto, ella condujo con soltura, haciéndole conversación. Él fingía escuchar, aunque su mente estaba atrapada en su plan. De pronto, algo le inquietó. Llevaban más de quince minutos dando vueltas, pero él jamás le dio una dirección. Sonrió para sí: mejor aún, ella parecía tan absorta en la charla que tampoco lo había notado. Cada minuto los alejaba más de la ciudad, y con ello, se desvanecían las posibilidades de que alguien interrumpiera lo que tenía pensado hacer.

Fue entonces cuando la voz de ella cambió, como si algo invisible se hubiese quebrado. "Obsesiva compulsiva", se definió, al notar que él observaba lo inmaculado de su auto. Algo en esa frase le revolvió el estómago. Su tono no era el mismo, su sonrisa tampoco.

De pronto, ella maldijo en voz alta y detuvo el auto bruscamente. Él se tensionó.

—¿Algo malo? —preguntó, tratando de mantener la compostura.

—Nos quedamos sin gasolina. —Su voz era serena, pero sus ojos brillaban con algo que no supo identificar.

Ella abrió la puerta, salió del auto y mencionó que tenía el teléfono en su cartera, guardada en el maletero. Él la observó desde el asiento, relajando los músculos. Era su oportunidad.

Sin embargo, antes de que pudiera moverse, la puerta trasera se abrió y ella entró con una tranquilidad helada. Su sonrisa ya no era la misma; era una sonrisa que lo hizo sentir pequeño, vulnerable, desnudo ante un peligro que no comprendía.

—¿Qué tenías planeado para mí? —susurró, deslizando un cuchillo afilado a lo largo de su cuello.

El aire en sus pulmones se volvió pesado. Tartamudeó, intentó negar.

—Yo… yo solo quería que me llevaras a casa…

Ella rió. Una risa tan pura y cristalina que, por un instante, pareció real. Pero en un segundo, se transformó en un grito visceral que perforó la quietud de la noche.

—¿Escuchas algo? —le preguntó, inclinándose más cerca. Él negó con la cabeza, el pánico comenzando a estrangularlo.

—Mmm, entonces vamos a divertirnos. —Su voz volvió a ser dulce, casi maternal.

Le ordenó salir del auto. Le ordenó que se desnudara. Le advirtió que si intentaba correr, tenía una pistola, y que nunca fallaba un disparo. Con la piel erizada y el cuerpo tembloroso, obedeció.

Se sentó en el suelo, desnudo y ridículo, un hombre reducido a lo más primario: el miedo.

—Te gusta violar mujeres y dejarlas abandonadas en la nada, ¿verdad? —inquirió ella, inyectándole un tranquilizante. No lo suficiente como para dormirlo, pero sí para impedirle moverse con soltura.

Su único sonido fue un sollozo apenas audible.

Ella le acarició la cara con ternura… y de repente, un alarido. La hoja del cuchillo surcó su mejilla derecha, dibujando un tajo profundo.

—Vamos a hacerte gritar, como lo hicieron ellas. Como lo hicieron todas las que suplicaron por sus vidas. —

El disparo resonó en la noche. Su rodilla estalló en dolor, su grito se ahogó en su propia garganta. Ella rió, con una risa infantil y encantadora.

—Por si pensabas correr —dijo con una tranquilidad escalofriante. Hay que ser precavidos en la vida.

El hombre lloraba, pero ya no tenía lágrimas. Su plan, su meticulosa estrategia, había sido devorado por algo mucho más grande, mucho más aterrador: el monstruo que él nunca había visto venir.

Ella sacó herramientas del maletero: un hacha, un machete, unas pinzas. Jugueteó con ellas mientras él la observaba con ojos desorbitados, comprendiendo, con cada fibra de su ser, que nunca había tenido el control. Él no era el depredador.

De un solo movimiento, el hacha se hundió en su pie izquierdo. Su grito se perdió en la inmensidad de la carretera desierta. Ella lo ignoró, como si el sonido no le interesara, como si fuera un simple ruido de fondo.

—Es curioso, ¿sabes? —murmuró mientras recogía el machete. Tú pensaste que todo lo habías planeado… y míranos ahora. Qué cambio de papeles, ¿no crees?

Los siguientes minutos fueron una sinfonía de súplicas, de huesos astillándose, de carne desgarrándose bajo la fría precisión de su mano. Los dedos cayeron al suelo uno por uno. Ella los recogió con una sonrisa.

—Souvenirs —susurró.

Él ya no podía gritar. No podía moverse. No podía hacer nada salvo esperar. Esperar a que ella decidiera que su juego había terminado.

Pero aún no lo había hecho.

Sacó unas tijeras de podar. Se las mostró con una sonrisa ladina.

—Dime… ¿Alguna vez has probado tu propia lengua?

Él intentó hablar, suplicar, pero su cuerpo no le obedecía. Solo pudo mirarla con ojos desorbitados mientras ella le abría la boca con brutalidad y, con un solo corte, le seccionó la lengua.

La sangre brotó en espasmos violentos. Ella lo volteó de costado para que no se ahogara y luego, con meticulosidad quirúrgica, comenzó a extraerle las muelas con las pinzas.

—Esto recién empieza —le susurró. Tenemos toda la noche.

Él apenas escuchaba. Su conciencia flotaba en la frontera entre la vida y la muerte. Su visión se nublaba, su piel se enfriaba, su espíritu se deshacía en el abismo de su error fatal.

Cuando ella susurró la última frase, su mente apenas la procesó:

—Sin lubricante será mucho mejor.

El dolor lo consumió una última vez antes de que su mundo se volviera oscuridad.

El depredador había encontrado a su verdadera cazadora.